Sólo bastaba darse una vuelta por la estación de Metro República, un viernes por la noche, para verlos: decenas de jóvenes con vestimentas extravagantes, rostros maquillados y bolsos tapizados de consignas musicales. República era el lugar de encuentro por excelencia de los adolescentes alternativos de la capital. Todos tan llamativos y reconocibles que, entre la abundancia de diversidad, llegaban a parecerse. La razón de tal confluencia juvenil era la “ Discoteque Alameda”. El centro de eventos, que acogía a cientos de cuerpos danzantes cada fin de semana, estaba ubicado justo en la esquina de calle Concha y Toro con la Avenida Libertador Bernardo O'Higgins. Teatro Carrera era el nombre original del histórico edificio, pero los chicos nunca se molestaron en llamarlo por su título comercial. Nadie sabe si por algún repentino respeto a las tradiciones nacionales o porque referirse a “el Carrera”, en alguna conversación, sonaba más alternativo que decir “ Discoteque Alameda”. Desde países tan distantes como Inglaterra, Alemania o Islandia, llegaban los ritmos que creaban el submundo musical de los adolescentes. Grupos y cantantes de apariencia ambigua que lugares como éste hicieron renacer. Pasando por el pop británico, la electrónica, el new wave de los años ochenta o el punk setentero, el Carrera logró reunir a las más variadas tribus urbanas de Santiago. Siguiendo una tradición iniciada por la discoteca Blondie en 1993, este centro de eventos acogió a los jóvenes rezagados de la sociedad. Se trataba de una considerable cantidad de público en continuo proceso de experimentación, que hasta inicios del año dos mil, tenía pocos lugares para reunirse. El Carrera, propiedad original de la acaudalada familia Concha Cazotte, fue construido en 1927 para convertirse en el primer teatro de cine sonoro del país. Este objetivo, con el paso del tiempo y la dispersión de la familia, fue olvidado, permitiendo el usufructo del lugar como cabaret, bodega comercial y centro de eventos. Este último uso fue el que logró adjudicarle la mala fama que, finalmente, se convirtió en una suerte de valor agregado para la rebeldía juvenil. Más que ir a “carretear”, ir al Carrera era toda una protesta antisistémica. Las supuestas violaciones, las jeringas llenas de sangre con VIH, las violentas peleas o la droga en los tragos eran mitos que los mismos visitantes esparcían entre sus pares. Lejos de alejar a los clientes, la mala reputación del lugar sólo acrecentaba el interés de los jóvenes por conocer el antro. El Carrera abría sus puertas los viernes y sábados, y de vez en cuando, algunos jueves y domingos. Era la única discoteca del área que a las siete de la tarde permitía la entrada a sus clientes, y a la medianoche, cerraba sus puertas. Si a eso sumamos el bajo costo de la entrada (900 pesos), podemos entender por qué atrajo principalmente a escolares. Un público de no más de 17 años que, escapando de las prejuiciosas miradas ajenas, iban al teatro para besarse y emborracharse sin culpas. El acceso al Carrera era a través de una escalera que tenía salida directa a Concha y Toro y que además hacía de entrada principal y caja. Al frente de la pista, el escenario del teatro funcionaba como barra y salón de baile complementario. Al costado izquierdo, se encontraba el precario compartimiento de guardarropía, que cobraba 200 pesos por cada prenda o bolso estrafalario. Detrás de él y en cada extremo del piso, estaban las escaleras que llevaban al tercer nivel. En él se encontraban los descuidados baños y la pista de baile “gótica”, donde sólo los que llevaban prendas negras y caras blancas podían entrar. Desde el balcón neoclásico del tercer piso se podía observar todo lo que pasaba en el segundo. Era el punto de encuentro de aquellos jóvenes que luego de un buen rato de bailes y cantos, sólo deseaban conversar o tener un poco de intimidad con sus acompañantes. Con el paso del tiempo el Carrera se volvió un lugar popular dentro del circuito alternativo, llegando incluso a competir con la Blondie, que llevaba mucho más tiempo en el negocio. Por el aumento repentino de clientes, la cuota de ingreso subió hasta los dos mil pesos. La fidelidad de los dueños hacia las leyes sobre locales nocturnos aumentó de manera proporcional a ese valor. Imprevistamente, los adolescentes se encontraron con un cartel en la entrada que prohibía el ingreso a los menores de 18 años. El robusto guardia de seguridad de la discoteca empezó a exigirles el carné de identidad y el horario de funcionamiento fue asimilado al del resto de los locales nocturnos. De vez en cuando, en un acto de generosidad, se colaban algunos menores. Pero cuando las visitas de los Carabineros se hicieron más frecuentes, la buena onda se esfumó. Ante la mirada frustrada de los quinceañeros, los “adultos” subían las escaleras del Carrera para mezclarse una vez más con el característico olor a incienso. Las ondas sonoras traspasaban los muros del teatro y se dejaban sentir en la calle Concha y Toro. Los chicos no podían creer que estuvieran tocando ‘ Disco 2000' de Pulp, himno del pop británico , mientras ellos tiritaban de frío en un callejón. Todo el tiempo invertido en la preparación de sus ataviadas vestimentas había sido en vano. Les habían dicho a sus padres que se quedarían estudiando en la casa de algún compañero, y ahora tendrían que pasar toda la noche vagando por el centro de Santiago. Paulatinamente los menores de edad, que representaban la mayoría de los clientes del local, dejaron de insistir al guardia para que los dejara entrar. Aquellos que podían ingresar presentando cédulas de identidad falsas terminaron aburriéndose del nuevo y fiscalizado ambiente del lugar. Los vecinos del tradicional barrio, que venían gestionando desde algún tiempo la clausura de la discoteca, finalmente triunfaron. No se sabe con certeza cuándo, ni cómo, el Carrera cerró sus puertas. Lo cierto es que, como una especie de marca generacional, dejó huérfanos a cientos de bailarines y cantantes aficionados. Porque más allá de la droga, el alcohol, o el sexo fácil, los jóvenes iban al teatro por la libertad que les proporcionaba la música. En Concha y Toro con Alameda cada uno se movía como se le antojaba. Por más extraños que fueran los pasos de baile, nadie recibía una miraba prejuiciosa. Los jóvenes cantaban en un inglés simulado, en un castellano agresivo o en un francés fruncido, dependiendo de la canción. Todos coreaban y danzaban desenfrenadamente al ritmo de la música. Las parejas de homosexuales y lesbianas eran libres de expresar su afecto sin el reproche de ningún moralista. Tampoco nadie se burlaba del gótico que, con 25 grados de calor, transpiraba bajo su ropa al ritmo de Rammstein . Para llenar el vacío que la clausura del lugar dejó en la bohemia capitalina, sus dueños abrieron a fines del año pasado un símil llamado Club Brandy. Como estrategia comercial, la página web del local (ubicado en la comuna de Recoleta) destaca su vinculación con el Teatro Carrera de antaño. Pero los jóvenes alternativos no lograron convencerse con el proyecto. Los más ilusos siguen esperando que vuelva la antigua Discoteque Alameda. Otros, en cambio, prefieren mantener el recuerdo idealizado de sus noches de carrete, sin esperanzas. Saben que si el Carrera vuelve a abrir sus puertas, nunca será lo que fue antes. Porque ellos ya no son lo mismos adolescentes de ropas extrañas y rostros maquillados, o porque Santiago tampoco es el mismo lugar. Los jóvenes alternativos han migrado a otros sitios o simplemente han dejado de frecuentar las noches de fiesta en el centro. Como si el verdadero Teatro Carrera se hubiera esfumado y se hubiese llevado con él todas las posibilidades de recrear ese ambiente ambiguo y libre de prejuicios. Hoy, el Carrera no es más que un edificio antiguo y descuidado, que la Municipalidad abandonó bajo el alero de la hipócrita consigna de “Monumento Nacional”. |